El miedo es una emoción innata que aparece cuando percibimos algo a través de nuestros sentidos que podría ser amenazante o dañino. El propio Charles Darwin explicaba en su libro “La expresión de las emociones en el hombre y en los animales” (1872) que esta emoción es tan básica en los humanos, tan universal, que su expresión facial podría ser apropiadamente reconocida por cualquier persona del planeta, independientemente de su cultura.
Aunque esta hipótesis ha recibido un gran apoyo desde que fuera planteada, en la actualidad han aparecido trabajos de investigación que ponen en duda esta universalidad de la expresión facial de las emociones como el miedo.
Lo que está claro es que los recuerdos cargados emocionalmente gozan de un lugar privilegiado en nuestros cerebros, pues suponen una ventaja evolutiva que nos protege de tropezar dos veces con la misma piedra. Sin embargo, el miedo excesivo puede provocar la aparición de algunas psicopatologías cuando los recuerdos se vuelven dañinos o desadaptativos.
Es el caso del trastorno de estrés postraumático o las fobias. Los psicólogos y los psiquiatras intentan eliminar estos recuerdos perjudiciales a través de tratamientos farmacológicos y conductuales. Pero, ¿cómo aparece el miedo? ¿Por qué aprendemos a temer cosas que ni siquiera nos han provocado daño alguno?
Sucumbiendo al miedo
“Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”.
Con esta famosa cita, el psicólogo estadounidense John B. Watson planteaba en 1924 la semilla de una de las ideas más potentes de la psicología: el comportamiento de un individuo puede manipularse. Y sabía de lo que hablaba. En el año 1920, él y su compañera Rosalie Rayner llevaron a cabo un experimento en la Universidad Johns Hopkins que hoy en día no pasaría el control ético ni de la universidad bovina.
Para probar los principios del aprendizaje en humanos, Watson y Rayner utilizaron un bebé de 11 meses al que más tarde conoceríamos en los libros de historia como el Pequeño Albert. Este “voluntario” sujeto experimental no mostraba ningún temor a las ratas, y jugaba con ellas si se les acercaban.
Pero los investigadores se preguntaban si serían capaces de generar miedo en el niño ante estos animales. Para ello, acercaron una rata al niño y, mientras éste jugaba con el animal, golpearon fuertemente una barra metálica con un martillo. El estruendo, evidentemente, provocó una respuesta de sobresalto en el niño, seguido de un intenso llanto y de un intento de escape que los propios investigadores se encargaban de frustrar.
Tras repetir la escena varias veces, ya no hacía falta golpear la barra metálica; la mera presencia de la rata provocaba en el pequeño Albert un miedo intenso que hacía que intentara huir del animal. Es más, el bebé generalizó su miedo a otros animales con pelo, como un conejo y un perro, e incluso objetos como un abrigo de pelo o una máscara de Papá Noel.
Con este experimento quedó claro que el miedo puede ser aprendido, demostrando de forma sencilla que cualquiera de nosotros es vulnerable a asociar un estímulo determinado, como los ascensores o a los aviones, a un malestar extremo, una sensación paralizante de miedo intenso, siempre que la situación así lo favorezca.
Un circuito para temerlos a todos
Si hablamos de miedo y cerebro, tenemos que hablar de la amígdala. Y no, no me refiero a la amígdala que se inflama en nuestra garganta y hay que extirparla, sino a la amígdala cerebral, la que procesa nuestras reacciones emocionales.
Esta pequeña estructura del tamaño de una almendra – de ahí su nombre – recibe toda la información de nuestros sentidos. Es por esto que ocurre algo que a todos nos ha pasado. Estás paseando por la calle cuando, de repente, algo se desliza junto a tus pies. Antes de saber qué es, e incluso antes de mirar al suelo, ya has pegado un respingo del susto. ¿Cómo puede pasar esto si ni siquiera sabes qué ha pasado?
Como ya he comentado, la amígdala se encarga de dar una respuesta emocional ante estímulos que podrían suponer un peligro para nosotros. Su papel es tan importante que no espera a que la corteza cerebral, que interpreta y da significado a lo estímulos, le diga qué es lo que hay ahí fuera.
Por si acaso, la amígdala te hace saltar. Si no es un estímulo peligroso, no pasa nada, pero en caso de que realmente fuera dañino, habríamos ganado unos segundos muy valiosos. Unos segundos que podrían ser fundamentales para la supervivencia.
Sin embargo, este mecanismo de defensa tiene un coste: es por culpa de la amígdala que nos cuesta tanto olvidar los traumas infantiles, las rupturas sentimentales y todo aquello que nos ha hecho sufrir en algún momento.
En el caso más extremo, el exceso de actividad de la amígdala es en gran parte responsable de que las personas que han sufrido una violación o hayan sido víctimas de una guerra desarrollen un trastorno de estrés postraumático. No es la única involucrada, ya que el circuito que controla las emociones en nuestro cerebro es complejo e implica muchas más estructuras clave como el hipocampo, la corteza prefrontal o la región anterior de la corteza cingulada.
No obstante, la amígdala se encuentra en todo momento analizando la información del exterior y, en caso de encontrar un estímulo potencialmente peligroso, se encarga de hacer saltar la alarma.
Además, la amígdala juega un papel esencial en el aprendizaje emocional. Sin que lleguemos si quiera a darnos cuenta, nuestra amígdala asocia contínuamente sucesos que nos provocan miedo o malestar, al igual que el Pequeño Albert asoció los animales y objetos peludos con el susto que le provocaba el estruendo de la barra metálica golpeada por el martillo.
En este sentido, sólo hace falta que un día hayas pensado que te seguían por la noche para que, a partir de ese día, se te acelere el pulso, tus pupilas se dilaten y tus reflejos se disparen al más mínimo índice de movimiento cuando andes de noche por la calle.
De esta forma, la presencia de una araña, hablar en público o los espacios de los que es difícil escapar pueden llegar a generarnos un profundo malestar, y nuestra amígdala se encargará de añadir ese componente emocional negativo cada vez que se presente la misma situación.
Pero, ¿cómo podemos deshacernos del miedo una vez aprendido? ¿Se puede superar una fobia? ¿Cómo se puede ayudar a la gente que ha sufrido una experiencia tan traumática como la guerra o una violación? En próximos artículos se tratarán los aspectos fundamentales de las técnicas que psicólogos y psiquiatras utilizan para ayudar a los pacientes que han aprendido (demasiado) a tener miedo.
Fuente con Licencia CC3.0: Psicomemorias – Amígdala, miedo y el lado oscuro de la Psicología por Daniel Alcalá López.