Entre los muchos palabros que salpimentan el mundo de las ciencias sociales, “empoderamiento”, “implementación” y “resiliencia” se llevan la palma. Estás charlando con amigos, sueltas de pronto el sustantivo “resiliencia” o el adjetivo “resiliente”, y llaman al 112 por si te pueden ayudar. Y se entiende, porque la neolengua tecnocrática tiene su miga. Yo propondría usar ”fortaleza” o el más clásico “presencia de ánimo”.
Llámese de una u otra manera, la realidad que muestra ese concepto es esta: la capacidad de algunas personas (o de todas si se dan las circunstancias) para afrontar la adversidad sin desmoronarse e incluso creciendo. ¿Psicología positiva? Veamos.
La energía socioemocional de Richi es escasa. Todo cambio le parece imposible y se ha rendido. Beto tiene una fuerza interior que le anima a tirar adelante. No es que sea optimista, pero tampoco tiene mucho que perder.
Donde Richi dice: “¿para qué, si total…?”, Beto dice: “¿por qué no, si total…?” Richi se siente débil, una hoja manejada caprichosamente por el azar. Beto conserva siempre una mínima duda que le lleva a aceptar retos de los que, con (mucha) suerte, puede salir beneficiado.
Beto es resiliente. No hay nada en su vida que vaya especialmente bien. De hecho, colecciona un sinfín de desgracias ante las que la mayoría nos habríamos rendido. Él no. Beto es un superviviente emocional. Encaja, sufre y, cuando parece que se va a rendir, aprieta los puños y tira adelante.
Richi no es resiliente. Su vida es un torbellino que le está devorando. Encaja, sufre y, cuando parece que va a reaccionar, vuelve a las andadas.
¿Esta fortaleza de ánimo es genética? ¿Tiene un origen social? ¿Es consecuencia directa de las primeras experiencia de apego? Un poco de todo, me temo, aunque me decanto más por la influencia psicosocial. Razón por la que creo que la resiliencia es educable.
No nacemos con una puntuación X en el resilenciómetro con la que bregar el resto de la vida. Los ingredientes cuya integración da como resultado la resiliencia son educables. La autoestima, la asertividad, la inteligencia emocional, la competencia relacional, el sentido del humor, la iniciativa, la resistencia a la frustración… pueden educarse.
Nacemos con lo que nacemos, pero quedan aún muchas páginas por escribir en el libro inacabado de nuestra identidad.
Quizás educar la resiliencia sea uno de los compromisos más prometedoras que puede acometer una sociedad. Promover la fortaleza para afrontar, sin derrumbarse, experiencias negativas y nada improbables como, por ejemplo:
Experiencias relativamente habituales cuya manejo puede marcar la diferencia entre el sufrimiento y la superación. La educación de la resiliencia requiere referentes personales capaces de establecer vínculos afectivos. Personas cercanas, vivaces, emocionalmente abiertas, de quienes, para no extenderme más, escribiré otro día.
Término citando al recomendable psicoanalista francés Boris Cyrulnik, autor de una abundante bibliografía sobre el particular:
“Una infelicidad no es nunca maravillosa. Es un fango helado, un lodo negro, una escara de dolor que nos obliga a hacer una elección: someternos o superarlo. La resiliencia define el resorte de aquellos que, luego de recibir el golpe, pudieron superarlo”.
Fuente con Licencia CC4.0: Juan Carlos Melero – Resiliencia, fortaleza, presencia de ánimo por Juan Carlos Melero.
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